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Presentación Luis Landero: "Tenemos que vernos". María y yo nos conocimos en un taller literario, que enseguida se convirtió en secta, en un grupo de amigos que nos reuníamos los jueves en torno a nuestra pasión o vicio favorito: la literatura. Nosotros no decíamos “tenemos que vernos” (que es un modo sutil de amistad postergada) No, nosotros nos veíamos todos los jueves. El taller era en invierno, por la tarde, y una tarde de invierno apareció María Tena. Su aparición fue un acontecimiento, una de las mejores cosas que a mí me han ocurrido en la vida. María es una de esas personas a las que, a los pocos días de tratarla, uno cree haber conocido desde hace mucho tiempo, desde siempre. Sabe escuchar, sabe mirar, esbozar una leve sonrisa irónica, sabe entrecerrar muy bien los ojos, sabe muy bien morderse reflexivamente los labios... en fin, está en permanente estado de alerta, de curiosidad, y ya se sabe que la curiosidad es la madre de todo conocimiento. Su silencio es un arte: es el arte de convertir en protagonista al otro, aunque todos acabemos descubriendo que ella es, sigilosamente, la verdadera protagonista. Junto a una inteligencia de primer orden conserva ciertas visiones del mundo que son privilegio de la infancia. María es una soñadora racionalista. Quiero decir que sabe pensar y sentir de un modo simultáneo. He conocido a muy pocas personas donde el cerebro y el corazón hayan llegado a tal grado de complicidad. Por eso su ironía es cálida; por eso sus momentos de emotividad suelen tener un cierto subrayado crítico. Le gusta cultivar los matices en la literatura y en la vida. Eso forma parte de su estilo: de su modo de ser, y de su modo de escribir. Nos conocimos, ya dije, en un taller literario. Fue allí contando que ella no era escritora; sólo una lectora empedernida. Pero no estoy seguro, yo creo que no. Yo creo que la vocación de escribir le viene de muy atrás, quizá de su infancia, sólo que es una vocación que fue postergando, mientras leía, vivía, observaba, llenaba sus alforjas de (futura) escritora. La escritura fue para ella apenas una derivación espontánea de esa vieja pasión de vivir, de mirar, de leer. Así que un día tomó una hoja y un bolígrafo e imprimió a su vida un leve cambio de rumbo. Escribe desde hace relativamente poco tiempo y da la sensación de que escribe desde siempre. Antes dije que pensar y sentir, no son para María términos conflictivos, sino tareas complementarias. Y aquí en esta novela está la prueba. “Tenemos que vernos” es un relato sentimental construido casi con un rigor geométrico. La historia empieza al final de un verano y termina al comenzar el siguiente verano. Comienza con un viaje (una vuelta a casa) y una reconciliación. Finaliza con un viaje y una ruptura (y, frente a la vuelta a casa, el alejamiento definitivo del hogar). Hay un cierto gusto por las simetrías, como en “Madame Bovary”: dos viajes fundacionales, dos hombres en la vida de Clara, dos mujeres en la vida de Pedro, dos voces dominantes en el relato, Clara tiene dos jefes, dos hogares, hay dos traiciones... A lo mejor es que María tiene una doble vida y lo ha reflejado en su novela. Y hay un continuo recomenzar, y ese es quizá el principal tema de fondo de la novela. Clara y Pedro recomienzan su relación; Clara recomienza su trabajo, y al descubrir el amor, recomienza su vida sentimental. Y al final, cuando todo se derrumba, cuando parece que ya no hay esperanzas, la llegada de un nuevo verano parece traer una nueva invitación a la vida. Así es el oficio de vivir: un incansable recomenzar. “Tiene toda la vida por delante”, es la última frase de la novela. Es decir, habrá más éxitos, más fracasos, más intentos de volver a empezar. “Tenemos que vernos”: tenemos que recomenzar. Y bajo ese rigor en la construcción de la novela, late el mundo siempre confuso, turbio, maravilloso y terrible de las pasiones. “Tenemos que vernos” trata, me parece, de ese delicado mundo de los sentimientos amorosos cuando han cesado las pasiones primerizas y queda el rescoldo entramado de la vida diaria, cuando el asombro empieza a teñirse de monotonía de la “misteriosa monotonía” de que hablaba Borges. A partir de ahí los sentimientos toman un tono gris que a veces es muy hermoso y que otras veces anuncian decepción y fracaso, con todas las gamas intermedias que suele haber en los paisajes otoñales. Nos dejamos envolver por la textura suave de la narración, la sensualidad con que se nos ofrecen los objetos (muebles, ropa, jardines, ornamentos), los esbozos de las almas y de las cosas, que nos llegan difuminadas, convertidas en ecos, en sugerencias, en lejanos ensueños. De ese mundo ambiguo, sutil, melancólico e iluminado a un tiempo, nos habla María Tena. Perversión e inocencia son las dos caras de esta novela que está escrita y construida con el difícil arte de la sencillez, que está llena de gracia y de amenidad y que es emotiva e inteligente a un tiempo, de modo que a mi no me queda sino invitar a leerla a quienes hayan cometido la distracción de no haberla leído aún, y darle las gracias a María Tena por habernos regalado este magnífico relato. Luis Landero
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